*Las vivencias nocturnas de Sabina sirvieron para construir su fabuloso cancionero sobre la fauna madrileña.
Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) aterrizó en Madrid cuando la capital cotizaba a la baja. Hasta los músicos locales, como Rosendo, renegaban de la ciudad: “es una mierda este Madrid/ que ni las ratas pueden vivir” (1979). Siguiendo las consignas, al año siguiente, Joaquín ofrecía su visión truculenta del Foro, con jeringuillas en el lavabo, sin estrellas en el cielo. La estocada final: “Cuando la muerte venga a visitarme/ que a mí me lleven al sur donde nací.”
No seamos crueles con los bardos: aquel Madrid lucía horrible (fíjense en los exteriores que rodaba Almodóvar en sus primeras películas). Pero había comenzado una insurrección que daría un revolcón a esa imagen negativa. Con al menos un doble frente: la comedia progre madrileña, cineastas que veían una urbe llena de posibilidades amorosas, y un pop barbilampiño que respondía al nombre de Nueva Ola, aunque finalmente se vulgarizaría como la movida.
Una de las guerras culturales de los primeros 80 enfrentaba a popis con cantautores. Por edad e ideología, Sabina pertenecía al segundo gremio. Sin embargo, intuyó que musicalmente estaba en el bando equivocado. Su expresión era cantautoril pero buscaba formas rockeras: aunque sus años en Londres habían transcurrido en el ghetto de los exiliados, no había sido ajeno al sonido dominante. Se empeñó incluso en actuar en Rock-Ola; lo consiguió sin problemas -el gestor de la sala era un paisano suyo, Lorenzo Rodríguez- pero aquello no mejoró su valoración entre los modernos, que le detestaban con esa inquina reservada a los enemigos que parecen disfrutar demasiado.
No obstante, había un abismo entre Joaquín y aquellos colegas con los que compartía discos y manifiestos. Estos se refugiaban en chalets de la periferia, el jienense prefería ser inquilino en pisos del centro. Ellos se retiraban con las gallinas, Joaquín quemaba la noche. Y más cuando se convirtió en socio principal del Elígeme, guarida de bohemios situada (para más inri) en el Malasaña rockero.
Las vivencias nocturnas de Sabina sirvieron para construir su fabuloso cancionero sobre la fauna madrileña. No siempre era verosímil (“Pacto entre caballeros” todavía produce sonrojo) pero proporcionaba a sus oyentes, mayormente gente de hábitos moderados, la embriagadora sensación de andar por el filo. Ya en 1986, Joaquín rectificaba con nuevas instrucciones para sus deudos: “cuando la muerte venga a visitarme/ no me despiertes, déjame dormir/ aquí he vivido, aquí quiero quedarme/ pongamos que hablo de Madrid”. En 1998, desde Buenos Aires, escribió otro sublime himno a la metrópoli: “Yo me bajo en Atocha”. Al año siguiente, con ayuda de Toni Oliver, firmó el más estremecedor aguafuerte del Madrid del primer franquismo, “De purísima y oro”.
Desdichadamente, hoy resulta imposible para Joaquín callejear por Madrid (y no sería demagógico afirmar que eso se nota en su último repertorio). Con todo, produce cierta tranquilidad saber que todavía está con nosotros, encastillado en sus alturas de la calle Relatores. En verano, aquello se llena de turistas -en muchos casos, argentinos- esperando toparse con él. Pero Sabina, como buen madrileño, ha huido a la costa.