Las fotografías de Graciela Iturbide, que quedan ahora reunidas en un libro, retrataron un evento que, pese a su éxito, sumió al género en el silencio.
“Encueramiento, mariguaniza, degenere sexual, mugre, pelos, sangre”, se leía en un periódico mexicano en septiembre de 1971. La larga enumeración de descalificativos iba dirigida contra el Rock y Ruedas de Avándaro. El primer festival multitudinario de este género que se celebraba en el país acabó siendo una enorme explosión de juventud que escandalizó a la prensa más conservadora del momento.
Aquel festival, en el que sonaba rock, se fumaba marihuana y se llevaban pantalones de campana, quedó inmortalizado por la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide. Sus imágenes, que permanecían guardadas desde hacía décadas en las estanterías de su estudio, han vuelto a ver la luz en un libro en el que están acompañadas por los textos del especialista en rock Federico Rubli, otro asistente al evento que por aquel entonces ejercía de periodista y crítico musical.
Avándaro, el festival que cambió la historia del rock mexicano
Yo estuve en Avándaro (Trilce Ediciones), que se ha presentado este domingo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, reconstruye aquel 11 y 12 de septiembre de 1971, cuando una inesperada multitud acabó por convertir en mítico un festival que, en un principio, solo iba a servir como antesala de una carrera automovilística.
“En Avándaro me encontré con una realidad de mi país que no conocía y que me gustó mucho. Fue muy exagerado todo lo que se dijo. No hubo ni sexo, ni drogas. Se fumaba mota (marihuana), eso sí, y alguien tendría sexo, pero no lo veías. Eso fue todo”, cuenta Iturbide (Ciudad de México, 1942).
Desde varios días antes, como si de una peregrinación se tratara, una multitud fue trasladándose, a pie, en coche o en autobús, a Avándaro, una pequeña localidad a dos horas de la Ciudad de México. Hasta allí la prensa de la época calcula que se desplazaron unos 300.000 jóvenes. Una cifra inimaginable que desbordó a la organización y la obligó a permitir la entrada libre a los conciertos. Pero a este éxtasis de rock, con el que el género demostraba tener fuerza en México, le siguió casi una década de silencio.
“El movimiento musical era muy fuerte pero Avándaro lo cortó de tajo. El festival desató una enorme censura y represión, siempre velada, hacia el rock nacional que no terminó hasta los años 80. Dejó de sonar en las radios y las discográficas le cerraron las puertas. La calidad disminuyó porque los músicos emigraron a Estados Unidos y los que se quedaron permanecieron en la semiclandestinidad”, cuenta Rubli.
El rock rozó por un instante el paraíso pero pronto cayó al inframundo. Tras Avándaro, la música siguió sonando pero lo hizo “en viejos cines y fábricas y bodegas abandonadas. Las tocadas se realizaban en lugares insalubres y muy sórdidos los domingos a las cinco de la tarde y allí era donde se anunciaba el lugar del siguiente concierto”, señala Rubli.
Uno de las fotografías de Iturbide del festival de Avándaro.
Uno de las fotografías de Iturbide del festival de Avándaro.
La música de grupos como La tribu, Love army o Los yaki se hizo dueña de Avándaro hasta el punto de que se canceló la carrera de coches que iba a ser la protagonista del evento. Un festival desbordado pero que transcurrió sin grandes incidentes y bajo la atenta mirada de un grupo de militares. Su presencia avivaba el temor de la enorme represión que el poder ejercía en aquella época. En la memoria de todos permanecía la matanza de Tlatelolco ocurrida hacía tres años o la del Jueves de Corpus del 10 de junio de 1971, tres meses antes de los conciertos, en la que un grupo paramilitar atacó una protesta y mató a decenas de estudiantes.
“Antes y ahora el Gobierno ha teniendo miedo de los jóvenes porque son fuertes y tienen ideales y eso hace que no le gusten sus reuniones multitudinarias. En este país no hay mucha libertad para protestar”, reflexiona esta fotógrafa, galardonada con el Premio Nacional de las Artes, en 2009.
“No soy una reportera de violencia”
Iturbide ha perdido la esperanza en la clase política y deposita únicamente su confianza en la lucha de la sociedad civil. Acompañada solo por su cámara, ha visto de cerca la batalla contra la adversidad de los desfavorecidos y la fortaleza de la mujer zapoteca. Se ha adentrado en las tierras de Sonora para convivir con el pueblo seri y ha viajado por las montañas de Oaxaca hasta llegar a Juchitán, su segunda casa. Pero aquellos años en los que se desplazaba sola y libre para retratar los rincones de México quedan algo lejos en su memoria.
“Ahora no puedo ir sola a las comunidades por el narco. Y no quiero ser una reportera de violencia. Mi corazón no está ahí, sino con las culturas de los pueblos, con los indígenas”.
Su cámara, que siempre será analógica, se ha convertido en su particular “pretexto para conocer la vida y la cultura del mundo”. Con ella se fascinó de India, se adentró en Roma y vio las profundidades de México. También fue la que le permitió descubrir a una juventud enloquecida por el rock que en los años 70 gritaba paz y amor.