* Pero ahí anduvo, con su complejo de picaflor, ayudándose con sus dotes de poeta (hay que admitirlo, era bueno para el verso) y rompiendo corazones a lo largo de tantos años.
Y la verdad, no sé muy bien qué sentir al respecto.En las redes sociales, después de mi comunicado, sencillo y escueto porque realmente no sabia ni qué escribir, me han llegado muchos mensajes de condolencias.
Algunos realmente me sorprenden, pus son de personas que ni siquiera lo conocieron, y de pronto escriben cosas que me hacen preguntarme si se habrán confundido de muertito.
Pero claro a mí sí me conocen, y supongo que tratan de mostrarme empatía.
No hay nada más difícil que expresar una condolencia, Puesto que definitivamente nadie siente ni puede sentir lo que yo.
Peor aún, nadie se imagina que lo que mayormente siento por la partida de mi padre, es alivio.
Se fue de la tierra, una persona que lo único bueno que me otorgó, fue la vida.
Aparte de eso, y por más que me esfuerzo, no puedo recordar nada positivo.
Bueno, sé que estoy exagerando. En mis primeros años, hubo bonitos momentos que me llegan como imágenes congeladas, de instantes que fueron buenos: Una mañana en la playa, cuando después de jugar con las olas, terminamos el día en aquella fondita a la orilla del mar, con mesas y sillas de plástico y saboreando un pescado frito que cuando lo evoco, lo vuelvo a degustar.
Algunos cumpleaños, en los que estuvo sobrio. Porque le gustaba, desde que recuerdo, fumar mariguana y echarse su “refresco para adultos”. Mientras estaba bajo el efecto de estos evasivos, andaba de buen humor.
Pero cuando pasaba el efecto…
Eso sí, no puedo decir que maltratara a mi madre. Al menos no físicamente. Le decía cosas y le hacía observaciones que ahora, muchos años después, me doy cuenta que eran hirientes.
Eso sí, para el mundo, era otra imagen: artista, muy creativo y novedoso. Candil de la calle y oscuridad en su casa, dicen.
Cuando se reveló verdaderamente su personalidad tan egoísta, fue después del trágico día en que mi madre cayó por las escaleras con mi hermanita en brazos.
Ya le había dicho incontables veces, que esa escalera necesitaba un barandal, que era muy peligrosa así al aire. Pero él, en su afán de diseños originales, no había querido ponérselo.
Y mi hermanita no era un bebé de seis kilos, era una niñita de casi tres años. Total que por protegerla en la caída, ella se fracturó la espina dorsal, y a partir de ese día no volvió a caminar.
Al principio, lo intentaron todo, o al menos todo lo que estaba a su alcance. Pero nada ni nadie pudo lograr que volviese a mover sus piernas.
De manera que ella volvió a su trabajo, esta vez en silla de ruedas. Y un año después, por añadidura, sola, pues él se fue, tras decirle a mi madre que no podía soportar la situación, que no era fuerte, que no estaba hecho para eso.
¿Acaso ella sí?
Así que siguió adelante, con tres hijos, sin caminar pero con la mente y los brazos llenos de energía para crecer a sus tres críos que repentinamente habían quedado huérfanas de padre.
Hasta su jubilación. Ahora vive conmigo y con mis hijos.
¿Y qué pasó con él?
Pues muchas cosas, entre ellas varias mujeres y otros hijos.
Otros hijos, ¿Para qué? Si ya había quedado demostrado que no era bueno para eso. Si mi madre ni siquiera era la primera en su historia, ni nosotros los primeros hijos… ¿Para qué seguir sembrando semillas de una paternidad ficticia?
Pero ahí anduvo, con su complejo de picaflor, ayudándose con sus dotes de poeta (hay que admitirlo, era bueno para el verso) y rompiendo corazones a lo largo de tantos años.
Un día, el karma llamó a su puerta, en la forma de una mujer que se autonombraba “liberada” pero que al parecer estaba llena de cosas amargas que más tarde salieron a la luz. O, tal vez, era su ángel justiciero. O, quién sabe, igual a ella también le hizo pasar penas y corajes…
El caso es, que así como dejó a mi madre sola discapacitada y cargada de responsabilidades, un día le tocó a él. Le dio un derrame cerebral, que le dejó la mitad del cuerpo con dificultades de movimiento.
Al principio, la señora que se decía su compañera lo cuidó, pero pronto llegó a aburrirse de tan tediosa ocupación, así que lo fue a dejar en un asilo, para gozar de la casa que él había construido y que ella astutamente había puesto a su nombre (El de ella, claro).
En cuento se encontró más recuperado, mi padre se escapó del lugar. Tocó a la puerta de su propia casa, la que había construido para pasar sus últimos años al lado de su postrera compañera, pero ella no lo dejó pasar.
De manera que terminó refugiándose en casa de un amigo de parrandas y bohemia, que para entonces también estaba solo.
¡Qué habrán hecho juntos, esos últimos meses? Me atrevo a decir que derrocharon sus días en poesía, alcohol y atadillos de mariguana, para revivir sus efímeras alegrías y olvidar sus enormes penas.
Poco después de esta escapada, me enteré que había sufrido otro derrame, esta vez del lado que aún estaba bueno. Lo dejaron en un hospital y nadie pudo visitarlo, pues había comenzado la cuarentena.
Allí murió, solo. Lo cremaron rápidamente y nos enviaron las cenizas por correo. Llegaron a mi casa, a la dirección que mi madre tiene registrada, pues legalmente ella fue la última esposa.
Aquí las tenemos aún. Mi madre no ha decidido qué hacer con ellas.
Así es. Ha fallecido mi padre. Y acepto sus condolencias. Pero no porque se ha ido, sino porque nunca estuvo…
*Marissa Llergo
Escritora y poeta
Del grupo de editores.