En la Ciudad de México ocurren un chorrotal de historias y varias de estás, por más que las leamos una y otra vez, nunca dejan de sorprendernos. Tan solo en los últimos meses un águila se posó en la estación Nopalera de la Línea 12, otra más fue rescatada en la terminal de Tláhuac, unos usuarios caminaron por la vías tras participar en una trifulca, un sujeto puso vestido y maquillaje para manosear mujeres en el vagón exclusivo, un perrito murió electrocutado en las vías de la estación Pantitlán debido a que las autoridades no cortaron la luz para salvarlo, unos policías gandallas extorsionaron a unos pasajeros gandallas que se subieron al vagón para mujeres y menores de edad, además de que los encargados del Metro colocaron litografías con paisajes de Colima para evitar suicidios.
A todas estas postales hay que sumarle las numerosas fallas mecánicas, el paro total de los trenes, las cascadas que se resbalan por el techo del Metro, sus respectivas inundaciones, además del acoso sexual, las agresiones verbales y físicas, los aglutinamientos dentro del vagón en hora pico (con su respectiva y repugnante paleta de olores), los empujones, arrimones, codazos, empellones, “dormilones” y hasta escupitajos que vivimos día con día en sus instalaciones. Ayer, martes 7 de noviembre, se registró un hecho sin precedentes en este espacio: pasado el mediodía, cuatro hombres y dos mujeres le pidieron a las autoridades encargadas de la estación Allende (de la línea 2) si les podían permitir el ingreso al Metro con un féretro a cuestas.
Los solicitantes le indicaron al elemento de la Policía Bancaria encargado de la estación que no tenían dinero para pagar el flete; el oficial les permitió entrar a la estación. Diversos reportes periodísticos señalan que estas personas abordaron el convoy con dirección a Tasqueña, aunque no se sabe dónde se bajaron. Esta historia pinta de cuerpo completo la situación en que viven miles y miles de mexicanos, que no tienen “ni donde caerse muertos”, como dice el dicho.